Soy yo, soy la reina. Soy la reina más poderosa que jamás haya visto esta tierra.
Dicen que este es oficio de hombres ¡insensatos! No me ha temblado el pulso al fulminarlos con mi ira. Los he matado a todos, a los que lo decían y a los que lo pensaban. Porque yo soy la reina. He vencido mil batallas y he ganado todas las guerras.
Me he presentado en mitad de los campos de batalla y he abierto las puertas de las tiendas de campaña; nada de lo que he visto me ha escandalizado: ni cuando sorprendía la desnudez de mis generales, ni cuando los hallaba saciando su deseo. He entrado, he discurrido, he organizado y he vencido a todos los ejércitos enemigos que han tratado de conquistar un solo milímetro de estas tierras que he parido con el sudor de mi sangre. Porque yo soy la reina y estas tierras son mías.
He doblegado bajo el peso de mi deseo territorios que otros reyes jamás osaron penetrar. Todos se han rendido a mí, a la reina. Todos me han obedecido. A veces no he necesitado más que discurrir en grave plática, hacer valer mis criterios e insinuar alguna que otra amenaza velada. Pero cuando mi oponente no era lo suficientemente inteligente cómo para aceptarme por las buenas, lo he doblegado con un placer infinito, igual que bajo mis piernas se han doblegado los hombres para proporcionarme todo el placer que he deseado. Y ninguno me ha saciado. Ninguno ha podido igualar el goce que experimento al sentir que decido sobre la vida y la muerte.
De mis entrañas han nacido hijos, todos varones. Algunos murieron antes de caminar, otros a causa de enfermedades y solo sobrevivieron los más fuertes. Les he visto hacerse hombres, mirarme a la cara, llamarme madre y temblar ante mi presencia. Porque antes que ser madre, yo soy reina. ¿Queréis saber si sufrí al ejecutar al más pequeño de ellos?. No. No hallé un ápice de compasión ni acudió a mí la misericordia. Casi hubiese preferido ejecutarle con mis propias manos, pero ordené que se le aplicara la justicia que yo misma administro y decido, pues yo soy ella, yo soy el poder, yo lo soy todo. Y quién osa desafiarme se vuelve mi enemigo, me es indiferente que sea de país ajeno o de mi propia casa. Me es indiferente que sea un extraño o mi propio hijo.
De dios ni me mentéis el nombre, jamás doblé mis rodillas ante sus dignatarios en la tierra. No quiero frailes ni monjes, no quiero obispos ni sus dignidades. Todos me enferman cuando tratan de evidenciar que por encima de mi poder existe otro. Si existe el infierno que tanto predican, todos arderán en él pues no he conocido seres más pecadores que ellos mismos. Aún recuerdo la visita del obispo de Roma. Insinuó que me arrodillara y besara el anillo del pescador, el anillo de San Pedro. “¿Habéis observado mi reino y mi poder? ¡Yo no me arrodillo ante nadie!” y el insensato me contestó “el reino del señor no puede verse, en intangible, pero él todo lo puede” y entonces ordené cegar sus ojos con el fuego de un tizón “pues no hay nada mejor que ser ciego en un reino que no puede verse” y reí al añadir “espero que el señor que todo lo puede os devuelva la vista”. Y desde entonces, dios ha olvidado mi patria y yo me he olvidado de él.
Y ahora vienes tú y me reclamas, ahora vienes tú a exigirme. Muéveme de aquí si te atreves, pues voy a luchar y puedo asegurarte que pasaré a la historia como la reina que venció a la muerte.
Dicen que este es oficio de hombres ¡insensatos! No me ha temblado el pulso al fulminarlos con mi ira. Los he matado a todos, a los que lo decían y a los que lo pensaban. Porque yo soy la reina. He vencido mil batallas y he ganado todas las guerras.
Me he presentado en mitad de los campos de batalla y he abierto las puertas de las tiendas de campaña; nada de lo que he visto me ha escandalizado: ni cuando sorprendía la desnudez de mis generales, ni cuando los hallaba saciando su deseo. He entrado, he discurrido, he organizado y he vencido a todos los ejércitos enemigos que han tratado de conquistar un solo milímetro de estas tierras que he parido con el sudor de mi sangre. Porque yo soy la reina y estas tierras son mías.
He doblegado bajo el peso de mi deseo territorios que otros reyes jamás osaron penetrar. Todos se han rendido a mí, a la reina. Todos me han obedecido. A veces no he necesitado más que discurrir en grave plática, hacer valer mis criterios e insinuar alguna que otra amenaza velada. Pero cuando mi oponente no era lo suficientemente inteligente cómo para aceptarme por las buenas, lo he doblegado con un placer infinito, igual que bajo mis piernas se han doblegado los hombres para proporcionarme todo el placer que he deseado. Y ninguno me ha saciado. Ninguno ha podido igualar el goce que experimento al sentir que decido sobre la vida y la muerte.
De mis entrañas han nacido hijos, todos varones. Algunos murieron antes de caminar, otros a causa de enfermedades y solo sobrevivieron los más fuertes. Les he visto hacerse hombres, mirarme a la cara, llamarme madre y temblar ante mi presencia. Porque antes que ser madre, yo soy reina. ¿Queréis saber si sufrí al ejecutar al más pequeño de ellos?. No. No hallé un ápice de compasión ni acudió a mí la misericordia. Casi hubiese preferido ejecutarle con mis propias manos, pero ordené que se le aplicara la justicia que yo misma administro y decido, pues yo soy ella, yo soy el poder, yo lo soy todo. Y quién osa desafiarme se vuelve mi enemigo, me es indiferente que sea de país ajeno o de mi propia casa. Me es indiferente que sea un extraño o mi propio hijo.
De dios ni me mentéis el nombre, jamás doblé mis rodillas ante sus dignatarios en la tierra. No quiero frailes ni monjes, no quiero obispos ni sus dignidades. Todos me enferman cuando tratan de evidenciar que por encima de mi poder existe otro. Si existe el infierno que tanto predican, todos arderán en él pues no he conocido seres más pecadores que ellos mismos. Aún recuerdo la visita del obispo de Roma. Insinuó que me arrodillara y besara el anillo del pescador, el anillo de San Pedro. “¿Habéis observado mi reino y mi poder? ¡Yo no me arrodillo ante nadie!” y el insensato me contestó “el reino del señor no puede verse, en intangible, pero él todo lo puede” y entonces ordené cegar sus ojos con el fuego de un tizón “pues no hay nada mejor que ser ciego en un reino que no puede verse” y reí al añadir “espero que el señor que todo lo puede os devuelva la vista”. Y desde entonces, dios ha olvidado mi patria y yo me he olvidado de él.
Y ahora vienes tú y me reclamas, ahora vienes tú a exigirme. Muéveme de aquí si te atreves, pues voy a luchar y puedo asegurarte que pasaré a la historia como la reina que venció a la muerte.
AUTORA: Laura López Martínez
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