Mis pies desnudos pisan las hojas mojadas. Acaba de llover, el bosque huele a humedad. Una capa de musgo lo recubre, se ha vestido para recibir al invierno. Debo ir con cuidado para no resbalar. Apenas noto la lluvia mojando todo mi cuerpo.
Es noche cerrada pero la luz de la luna me permite avanzar con seguridad, se filtra a través de los árboles y traza mi camino. Avanzo por dónde noto sus rayos blancos, es lo más seguro, así me lo enseñó mi madre. Puedo oír su voz alentándome a cada paso “no tengas miedo, nunca tengas miedo del bosque”. Ahora entiendo sus palabras. Ahora más que nunca entiendo sus recelos.
Llevo encerrada en un agujero sucio más de cuarenta días. Dos hombres me apresaron justo cuando empezábamos a cosechar. Supe de inmediato que no regresaría jamás a mi aldea. Oí los gritos desesperados de aquellas almas que habían sido mi familia, las manos de mi hermana tratando de sujetar las mías, el llanto de mi hija y el suspiro roto de su padre. Casi pude percibir cómo se le rompía el alma y le miré, apenas un segundo, tratando de infundirle el ánimo que a mí misma me faltaba. Pero no sirvió de nada. Y con esas voces en mi memoria avancé obligada por aquellos hombres que me arrastraron por el sendero que conduce a la ciudad.
Me metieron en aquel agujero, pequeño, sucio y maloliente. Y me dejaron a solas con el recuerdo de todo lo que acababan de arrebatarme. Y entonces comprendí porqué mi madre había huido dejándonos solas a mi hermana y a mí. Y entonces supe porqué mi madre no le tenía miedo al bosque. Me concentré en encontrar la manera de salir de aquel agujero.
Vino a verme un hombre de dios, un fraile de piel mortecina y amarillenta. ¿Mis pecados? Que yo sepa ninguno, salvo el no asistir a los oficios religiosos, pero es que la gente de las aldeas apenas si acudimos a la ciudad. ¿Dios?, Claro que creo en Dios, pero no en los hombres, ni siquiera en los suyos (eso no se lo dije). ¿Bruja? No, yo no invoco al diablo para obtener curaciones, yo utilizo las plantas, como hacía mi madre y la madre de mi madre, así se ha hecho siempre. No sé si recibí las aguas del bautismo ¿y mi hija? Apenas tiene dos años, pensaba hacerlo un día de estos, cuando viniera a la ciudad.
Cerraron la puerta tras esta visita y luego ya no hubo nada, salvo el ruido de las pisadas de las ratas. Apenas me daban agua y algún trozo de alimento sucio y putrefacto. Y ese olor que impregna todos y cada uno de los días que pasé en ese agujero. Ya estaba condenada. Me ajusticiarían cualquier día, estaba segura.
Pero he salido del agujero. Un guarda ebrio me llevó el agua y olvidó cerrar la puerta. Salí tan rápido que el hombre no pudo atraparme. En mi camino debí cruzarme con un par de personas que huyeron aterrorizadas. Llevo cuarenta días encerrada, sin comer, sin asearme, no me atrevo a imaginar mi aspecto. Y ahora troto libre por este bosque, con la lluvia corriéndome por todo el cuerpo, llena de luz de luna, sin resbalar por el musgo que recubre su piel desteñida. Definitivamente ese hombre de dios no se equivocaba, debo ser una bruja. No vacilé al decidir el camino y ahora soy libre.
No sé dónde estoy, no sé a dónde voy, solo sé que nunca en mi existencia me he sentido tan completa, tan libre. Sigo corriendo guiada por la luz blanca de una luna que no puedo ver. Y casi me topo con la respiración de ese ser magnífico, gigante, oscuro. Ese ser que contempla mi huída con una sonrisa torcida. Debe llevar un buen rato observándome y debe estar sorprendido. Por primera vez una presa corre a su encuentro…
Seas lo que seas, oso, lobo o engendro del demonio, al menos no eres un hombre.
Es noche cerrada pero la luz de la luna me permite avanzar con seguridad, se filtra a través de los árboles y traza mi camino. Avanzo por dónde noto sus rayos blancos, es lo más seguro, así me lo enseñó mi madre. Puedo oír su voz alentándome a cada paso “no tengas miedo, nunca tengas miedo del bosque”. Ahora entiendo sus palabras. Ahora más que nunca entiendo sus recelos.
Llevo encerrada en un agujero sucio más de cuarenta días. Dos hombres me apresaron justo cuando empezábamos a cosechar. Supe de inmediato que no regresaría jamás a mi aldea. Oí los gritos desesperados de aquellas almas que habían sido mi familia, las manos de mi hermana tratando de sujetar las mías, el llanto de mi hija y el suspiro roto de su padre. Casi pude percibir cómo se le rompía el alma y le miré, apenas un segundo, tratando de infundirle el ánimo que a mí misma me faltaba. Pero no sirvió de nada. Y con esas voces en mi memoria avancé obligada por aquellos hombres que me arrastraron por el sendero que conduce a la ciudad.
Me metieron en aquel agujero, pequeño, sucio y maloliente. Y me dejaron a solas con el recuerdo de todo lo que acababan de arrebatarme. Y entonces comprendí porqué mi madre había huido dejándonos solas a mi hermana y a mí. Y entonces supe porqué mi madre no le tenía miedo al bosque. Me concentré en encontrar la manera de salir de aquel agujero.
Vino a verme un hombre de dios, un fraile de piel mortecina y amarillenta. ¿Mis pecados? Que yo sepa ninguno, salvo el no asistir a los oficios religiosos, pero es que la gente de las aldeas apenas si acudimos a la ciudad. ¿Dios?, Claro que creo en Dios, pero no en los hombres, ni siquiera en los suyos (eso no se lo dije). ¿Bruja? No, yo no invoco al diablo para obtener curaciones, yo utilizo las plantas, como hacía mi madre y la madre de mi madre, así se ha hecho siempre. No sé si recibí las aguas del bautismo ¿y mi hija? Apenas tiene dos años, pensaba hacerlo un día de estos, cuando viniera a la ciudad.
Cerraron la puerta tras esta visita y luego ya no hubo nada, salvo el ruido de las pisadas de las ratas. Apenas me daban agua y algún trozo de alimento sucio y putrefacto. Y ese olor que impregna todos y cada uno de los días que pasé en ese agujero. Ya estaba condenada. Me ajusticiarían cualquier día, estaba segura.
Pero he salido del agujero. Un guarda ebrio me llevó el agua y olvidó cerrar la puerta. Salí tan rápido que el hombre no pudo atraparme. En mi camino debí cruzarme con un par de personas que huyeron aterrorizadas. Llevo cuarenta días encerrada, sin comer, sin asearme, no me atrevo a imaginar mi aspecto. Y ahora troto libre por este bosque, con la lluvia corriéndome por todo el cuerpo, llena de luz de luna, sin resbalar por el musgo que recubre su piel desteñida. Definitivamente ese hombre de dios no se equivocaba, debo ser una bruja. No vacilé al decidir el camino y ahora soy libre.
No sé dónde estoy, no sé a dónde voy, solo sé que nunca en mi existencia me he sentido tan completa, tan libre. Sigo corriendo guiada por la luz blanca de una luna que no puedo ver. Y casi me topo con la respiración de ese ser magnífico, gigante, oscuro. Ese ser que contempla mi huída con una sonrisa torcida. Debe llevar un buen rato observándome y debe estar sorprendido. Por primera vez una presa corre a su encuentro…
Seas lo que seas, oso, lobo o engendro del demonio, al menos no eres un hombre.
Autora: Laura López Martínez
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