Cruzo cautelosa este patio. Escucho el rumor del agua. Debo alcanzar la habitación en la que ella duerme.
Aspiro el olor de esta noche que se está extinguiendo. Y presiento el fin. El fin de mi tormento. El fin de este dolor que me apresa y me consume. Nunca sabrás lo que me ha costado abandonar mis aposentos, recorrer la distancia que nos separa y penetrar en esta torre que es tu morada. La has hecho tuya, como tuyo es el corazón de mi rey.
Maldigo la hora en que te apresaron y te trajeron cautiva a esta torre. Feliz existía mientras tú no eras más que un rumor susurrado al viento. Una leyenda, una historia. Pero mi rey partió presuroso a la batalla y en sus oídos resonaba el eco de ese cuento que incendió su alma. Decían que existía una cristiana cuya belleza no podía ser contenida por las palabras y mi rey, curioso como un niño, corrió a tu encuentro. Te trajo contra tu voluntad y te concedió esta torre.
Pude observarte a través de uno de mis balcones. Tu belleza penetraba como un olor, como un sonido, como el rumor de esta agua que prende cada uno de los rincones de la Alhambra. Pero yo tenía la seguridad de que mi rey seguiría amándome. Yo, su esposa, su amante, su amiga, su confesora, su consejo, su consuelo. No era la única, pero estaba sola. A mí acudía cada noche buscándome desesperado. A mí se abrazaba y mirándonos a los ojos solíamos hablarnos durante horas, sin emitir palabras. A nosotros nos sobraban.
Yo no era la más bella de sus mujeres, pero para él siempre fui la más hermosa. Mi espíritu indómito lo sedujo con la fuerza de mil primaveras. Yo no quería ser una mujer plegada a las exigencias de un mundo hecho para los hombres. Mi mente disfrutaba imaginándome en la lucha, en el gobierno, paseando libre por los jardines del palacio, disfrutando de los placeres encerrados en los libros… y mi cuerpo me recordaba que mi destino era una vida de renuncias. Nadie había logrado conquistar los impulsos de este corazón salvaje. Y entonces llegó él.
Fui su única mujer a pesar de no estar sola. Hasta aquel día en el que te observé a través de mi balcón. No fue esa piel blanca, ni esos ojos espléndidos. No fue la boca ni el cuerpo que se insinuaba a través de la túnica que llevabas. Fue ese clamor que se desprendía de tu cuerpo como grito mudo. Ese clamor que lo llenó todo incluido a mi rey.
Vi sus ojos cegados por el deseo. Nunca volvió a visitarme en mis aposentos. Evitaba mi mirada destronándome con su indiferencia de todos y cada uno de mis oficios. Ya no fui su esposa, ni su amante, no fui su amiga, ni su confesora, ni su consejo, ni su consuelo. Ya no fui nada. Y mi corazón indómito se convirtió en un amargo ruego, en una súplica que se recitaba por estos jardines preñando el aire de amarguras y lamentos.
Estoy frente a la puerta que abre la habitación en la que duermes. Te ha encerrado aquí hasta que renuncies a tu fe. Luego te convertirá en su esposa. Estoy preparada para verte. El aire de las noches que he pasado en vela me regaló esta idea que me ha pervertido por completo. Voy a matarte, Isabel. Lo haré con mis propias manos, privándote del aire que te permite vivir. Voy a convertirte en un cuento, en una leyenda, en una canción que se recite las noches de fiesta. El rey volverá a mirarme.
Sé que tras tu muerte vendrá la mía. Estoy segura. Los jardines de la Alhambra poseen los ojos de aquellas que se sienten igual que yo. Nunca he estado sola. Todas me miraban con envidia. Pero él volverá a mirarme.
Abro la puerta del aposento engalanado con mayor lujo que cualquier otro que yo haya visto. Me dirijo hacia tu lecho. Vacio. Las telas que cubren la ventana del aposento se agitan nerviosas. Como alas de paloma que se baten enfrentándose a este aire que huele a vacio…
AUTORA: Laura López Martínez
Aspiro el olor de esta noche que se está extinguiendo. Y presiento el fin. El fin de mi tormento. El fin de este dolor que me apresa y me consume. Nunca sabrás lo que me ha costado abandonar mis aposentos, recorrer la distancia que nos separa y penetrar en esta torre que es tu morada. La has hecho tuya, como tuyo es el corazón de mi rey.
Maldigo la hora en que te apresaron y te trajeron cautiva a esta torre. Feliz existía mientras tú no eras más que un rumor susurrado al viento. Una leyenda, una historia. Pero mi rey partió presuroso a la batalla y en sus oídos resonaba el eco de ese cuento que incendió su alma. Decían que existía una cristiana cuya belleza no podía ser contenida por las palabras y mi rey, curioso como un niño, corrió a tu encuentro. Te trajo contra tu voluntad y te concedió esta torre.
Pude observarte a través de uno de mis balcones. Tu belleza penetraba como un olor, como un sonido, como el rumor de esta agua que prende cada uno de los rincones de la Alhambra. Pero yo tenía la seguridad de que mi rey seguiría amándome. Yo, su esposa, su amante, su amiga, su confesora, su consejo, su consuelo. No era la única, pero estaba sola. A mí acudía cada noche buscándome desesperado. A mí se abrazaba y mirándonos a los ojos solíamos hablarnos durante horas, sin emitir palabras. A nosotros nos sobraban.
Yo no era la más bella de sus mujeres, pero para él siempre fui la más hermosa. Mi espíritu indómito lo sedujo con la fuerza de mil primaveras. Yo no quería ser una mujer plegada a las exigencias de un mundo hecho para los hombres. Mi mente disfrutaba imaginándome en la lucha, en el gobierno, paseando libre por los jardines del palacio, disfrutando de los placeres encerrados en los libros… y mi cuerpo me recordaba que mi destino era una vida de renuncias. Nadie había logrado conquistar los impulsos de este corazón salvaje. Y entonces llegó él.
Fui su única mujer a pesar de no estar sola. Hasta aquel día en el que te observé a través de mi balcón. No fue esa piel blanca, ni esos ojos espléndidos. No fue la boca ni el cuerpo que se insinuaba a través de la túnica que llevabas. Fue ese clamor que se desprendía de tu cuerpo como grito mudo. Ese clamor que lo llenó todo incluido a mi rey.
Vi sus ojos cegados por el deseo. Nunca volvió a visitarme en mis aposentos. Evitaba mi mirada destronándome con su indiferencia de todos y cada uno de mis oficios. Ya no fui su esposa, ni su amante, no fui su amiga, ni su confesora, ni su consejo, ni su consuelo. Ya no fui nada. Y mi corazón indómito se convirtió en un amargo ruego, en una súplica que se recitaba por estos jardines preñando el aire de amarguras y lamentos.
Estoy frente a la puerta que abre la habitación en la que duermes. Te ha encerrado aquí hasta que renuncies a tu fe. Luego te convertirá en su esposa. Estoy preparada para verte. El aire de las noches que he pasado en vela me regaló esta idea que me ha pervertido por completo. Voy a matarte, Isabel. Lo haré con mis propias manos, privándote del aire que te permite vivir. Voy a convertirte en un cuento, en una leyenda, en una canción que se recite las noches de fiesta. El rey volverá a mirarme.
Sé que tras tu muerte vendrá la mía. Estoy segura. Los jardines de la Alhambra poseen los ojos de aquellas que se sienten igual que yo. Nunca he estado sola. Todas me miraban con envidia. Pero él volverá a mirarme.
Abro la puerta del aposento engalanado con mayor lujo que cualquier otro que yo haya visto. Me dirijo hacia tu lecho. Vacio. Las telas que cubren la ventana del aposento se agitan nerviosas. Como alas de paloma que se baten enfrentándose a este aire que huele a vacio…
AUTORA: Laura López Martínez
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