miércoles, 24 de marzo de 2010

YO SOY LA REINA (Quinto texto homenaje día mujer trabajadora)


Soy yo, soy la reina. Soy la reina más poderosa que jamás haya visto esta tierra.
Dicen que este es oficio de hombres ¡insensatos! No me ha temblado el pulso al fulminarlos con mi ira. Los he matado a todos, a los que lo decían y a los que lo pensaban. Porque yo soy la reina. He vencido mil batallas y he ganado todas las guerras.
Me he presentado en mitad de los campos de batalla y he abierto las puertas de las tiendas de campaña; nada de lo que he visto me ha escandalizado: ni cuando sorprendía la desnudez de mis generales, ni cuando los hallaba saciando su deseo. He entrado, he discurrido, he organizado y he vencido a todos los ejércitos enemigos que han tratado de conquistar un solo milímetro de estas tierras que he parido con el sudor de mi sangre. Porque yo soy la reina y estas tierras son mías.
He doblegado bajo el peso de mi deseo territorios que otros reyes jamás osaron penetrar. Todos se han rendido a mí, a la reina. Todos me han obedecido. A veces no he necesitado más que discurrir en grave plática, hacer valer mis criterios e insinuar alguna que otra amenaza velada. Pero cuando mi oponente no era lo suficientemente inteligente cómo para aceptarme por las buenas, lo he doblegado con un placer infinito, igual que bajo mis piernas se han doblegado los hombres para proporcionarme todo el placer que he deseado. Y ninguno me ha saciado. Ninguno ha podido igualar el goce que experimento al sentir que decido sobre la vida y la muerte.
De mis entrañas han nacido hijos, todos varones. Algunos murieron antes de caminar, otros a causa de enfermedades y solo sobrevivieron los más fuertes. Les he visto hacerse hombres, mirarme a la cara, llamarme madre y temblar ante mi presencia. Porque antes que ser madre, yo soy reina. ¿Queréis saber si sufrí al ejecutar al más pequeño de ellos?. No. No hallé un ápice de compasión ni acudió a mí la misericordia. Casi hubiese preferido ejecutarle con mis propias manos, pero ordené que se le aplicara la justicia que yo misma administro y decido, pues yo soy ella, yo soy el poder, yo lo soy todo. Y quién osa desafiarme se vuelve mi enemigo, me es indiferente que sea de país ajeno o de mi propia casa. Me es indiferente que sea un extraño o mi propio hijo.
De dios ni me mentéis el nombre, jamás doblé mis rodillas ante sus dignatarios en la tierra. No quiero frailes ni monjes, no quiero obispos ni sus dignidades. Todos me enferman cuando tratan de evidenciar que por encima de mi poder existe otro. Si existe el infierno que tanto predican, todos arderán en él pues no he conocido seres más pecadores que ellos mismos. Aún recuerdo la visita del obispo de Roma. Insinuó que me arrodillara y besara el anillo del pescador, el anillo de San Pedro. “¿Habéis observado mi reino y mi poder? ¡Yo no me arrodillo ante nadie!” y el insensato me contestó “el reino del señor no puede verse, en intangible, pero él todo lo puede” y entonces ordené cegar sus ojos con el fuego de un tizón “pues no hay nada mejor que ser ciego en un reino que no puede verse” y reí al añadir “espero que el señor que todo lo puede os devuelva la vista”. Y desde entonces, dios ha olvidado mi patria y yo me he olvidado de él.
Y ahora vienes tú y me reclamas, ahora vienes tú a exigirme. Muéveme de aquí si te atreves, pues voy a luchar y puedo asegurarte que pasaré a la historia como la reina que venció a la muerte.
AUTORA: Laura López Martínez

viernes, 19 de marzo de 2010

La Torre de la Cautiva II (Cuarto Texto homenaje en el día de la mujer)

Esas telas que ondean libres me marcan el camino. Parecen alas de paloma.
Miro un instante hacia atrás. La cama vacía, esa cama que ha sido testigo de mis desgracias. No sé cuánto tiempo llevo encerrada en esta torre. Al principio contaba los días impaciente. Luego no quería que pasasen, ansiaba esa luz del día que me mantenía a salvo de las visitas de ese salvaje.
Me arrancó de los brazos de mi padre y luego lo mató. Si, el muy cobarde mató a mi padre. Y me encerró en esta torre llena de lujos. Recuerdo mi entrada en la fortaleza. Los moros la llaman la roja. No pude evitar levantar la mirada del suelo y si mi alma no hubiese estado tan llena de odio y tristeza hubiese apreciado sus encantos. Luego me trajeron a esta torre y uno de estos herejes que hablaba la lengua de Dios me dijo que aquí permanecería hasta que renunciara a mi fe.
No levanté la vista del suelo, pero reí para mis adentros. Me sentí fuerte. En eso no podían decidir, pues no había espada capaz de doblegar éste alma cristiana. Pero entonces llegó la noche y con la noche los pasos. Sus pasos, los pasos del rey de este castillo de infieles. Ni siquiera llamó a la puerta, la abrió y tomó de mí lo que quiso. Al principio me resistía, luego comprendí que al hacerlo él disfrutaba y me limité a mirar a esa ventana.
“Isabel, conviértete. El rey quiere hacerte su esposa” me decía aquel moro que hablaba mi lengua. Pero yo me negué. “Mujer piénsalo, ahora estás viviendo en pecado. Convertida a nuestra fe serás su esposa y al menos tu alma hallará consuelo”. Pero me negué. Y los días se disolvían silenciosos, dando paso a las noches, cómplices de mi desgracia.
Esta noche no ha sido diferente. El rey ha abandonado mi lecho insatisfecho. No ha conseguido doblegarme. Soy esa tierra indómita que no se conquista. He tenido la certeza de que volverá, noche tras noche. Y es que la valentía no solo pertenece a los hombres. Así me lo enseñó mi padre. Soy como un soldado que lucha en una guerra que ya está perdida.
Las lágrimas han acudido limpiando mis desgracias y dando orden a mis ideas. He llorado por mi padre, por mi casa, por todas y cada una de las noches en las que este infiel me ha mancillado. Y las lágrimas me han recordado quién soy yo.
Y de repente me he sabido libre. Esas telas de la ventana me han mostrado el camino. Han estado ahí todo el tiempo, susurrándome un secreto que yo no he sabido escuchar. Pero ahora voy hacia esas telas, hacia esas alas que me envuelven con su murmullo. Me subo al quicio de la ventana y recibo el impacto de mi propia redención. El silencio de la noche invade mis oídos. Miro hacia atrás y maldigo ese lecho. La tela de la ventana se mueve como las alas de las palomas, que son libres. Como yo.
AUTORA: Laura López Martínez

sábado, 13 de marzo de 2010

La Torre de la Cautiva I (Tercer texto tributo Día Internacional de la mujer)

Cruzo cautelosa este patio. Escucho el rumor del agua. Debo alcanzar la habitación en la que ella duerme.
Aspiro el olor de esta noche que se está extinguiendo. Y presiento el fin. El fin de mi tormento. El fin de este dolor que me apresa y me consume. Nunca sabrás lo que me ha costado abandonar mis aposentos, recorrer la distancia que nos separa y penetrar en esta torre que es tu morada. La has hecho tuya, como tuyo es el corazón de mi rey.
Maldigo la hora en que te apresaron y te trajeron cautiva a esta torre. Feliz existía mientras tú no eras más que un rumor susurrado al viento. Una leyenda, una historia. Pero mi rey partió presuroso a la batalla y en sus oídos resonaba el eco de ese cuento que incendió su alma. Decían que existía una cristiana cuya belleza no podía ser contenida por las palabras y mi rey, curioso como un niño, corrió a tu encuentro. Te trajo contra tu voluntad y te concedió esta torre.
Pude observarte a través de uno de mis balcones. Tu belleza penetraba como un olor, como un sonido, como el rumor de esta agua que prende cada uno de los rincones de la Alhambra. Pero yo tenía la seguridad de que mi rey seguiría amándome. Yo, su esposa, su amante, su amiga, su confesora, su consejo, su consuelo. No era la única, pero estaba sola. A mí acudía cada noche buscándome desesperado. A mí se abrazaba y mirándonos a los ojos solíamos hablarnos durante horas, sin emitir palabras. A nosotros nos sobraban.
Yo no era la más bella de sus mujeres, pero para él siempre fui la más hermosa. Mi espíritu indómito lo sedujo con la fuerza de mil primaveras. Yo no quería ser una mujer plegada a las exigencias de un mundo hecho para los hombres. Mi mente disfrutaba imaginándome en la lucha, en el gobierno, paseando libre por los jardines del palacio, disfrutando de los placeres encerrados en los libros… y mi cuerpo me recordaba que mi destino era una vida de renuncias. Nadie había logrado conquistar los impulsos de este corazón salvaje. Y entonces llegó él.
Fui su única mujer a pesar de no estar sola. Hasta aquel día en el que te observé a través de mi balcón. No fue esa piel blanca, ni esos ojos espléndidos. No fue la boca ni el cuerpo que se insinuaba a través de la túnica que llevabas. Fue ese clamor que se desprendía de tu cuerpo como grito mudo. Ese clamor que lo llenó todo incluido a mi rey.
Vi sus ojos cegados por el deseo. Nunca volvió a visitarme en mis aposentos. Evitaba mi mirada destronándome con su indiferencia de todos y cada uno de mis oficios. Ya no fui su esposa, ni su amante, no fui su amiga, ni su confesora, ni su consejo, ni su consuelo. Ya no fui nada. Y mi corazón indómito se convirtió en un amargo ruego, en una súplica que se recitaba por estos jardines preñando el aire de amarguras y lamentos.
Estoy frente a la puerta que abre la habitación en la que duermes. Te ha encerrado aquí hasta que renuncies a tu fe. Luego te convertirá en su esposa. Estoy preparada para verte. El aire de las noches que he pasado en vela me regaló esta idea que me ha pervertido por completo. Voy a matarte, Isabel. Lo haré con mis propias manos, privándote del aire que te permite vivir. Voy a convertirte en un cuento, en una leyenda, en una canción que se recite las noches de fiesta. El rey volverá a mirarme.
Sé que tras tu muerte vendrá la mía. Estoy segura. Los jardines de la Alhambra poseen los ojos de aquellas que se sienten igual que yo. Nunca he estado sola. Todas me miraban con envidia. Pero él volverá a mirarme.
Abro la puerta del aposento engalanado con mayor lujo que cualquier otro que yo haya visto. Me dirijo hacia tu lecho. Vacio. Las telas que cubren la ventana del aposento se agitan nerviosas. Como alas de paloma que se baten enfrentándose a este aire que huele a vacio…
AUTORA: Laura López Martínez

martes, 9 de marzo de 2010

AMOR. Segundo texto tributo para el Día Internacional de la mujer.

No dejo tu cuerpo.
No voy a dejar tu cuerpo. Cavo. Una fosa, en este suelo duro. Busco, algo para ayudarme. Con las manos es difícil. Me duele todo el cuerpo.
Pero no voy a dejar tu cuerpo. Lo destrozarían los animales. Lo arrasarían los elementos. No quiero dejarlo. Sé que falto a ese deber que es sagrado. Sé que falto al deber más sagrado. Pero no voy a dejarlo. Cavo. El calor hace que me escuezan las heridas. La sangre se seca en mi piel. Y sigo cavando. No pienso dejarte aquí.
Recuerdos. Debo apartarlos. Cavo. Mis manos cavan tu tumba. Tu cuerpo a mi lado lleno de heridas. La sangre no mana. Tu rostro destrozado. Maldigo la piedra que te ha matado. Voy a recordarte como siempre. Tu cuerpo perfecto. Lo admiré en la lucha cuando nos entrenábamos. Tu cuerpo regalo de los dioses. Sentí unan punzada el día de tu matrimonio, el día en que te dieron a él. Pero así lo dice el código. Tu cuerpo perfecto se convirtió en casa de hombres. Hombres perfectos para Esparta. Y ahora cavo tu tumba. La tumba que no cavé para mis hijos, aquellos que murieron por la gloria de Esparta.
Sigo cavando. El calor me abrasa. El sudor resbala y me cubre los ojos esta masa de sangre y barro. Habría de dejarte para proteger el anuncio que he de llevar a la ciudad. Pero no puedo soportar esa idea. No voy a dejar que destrocen más tu cuerpo. Voy a darte una nueva casa. A cubrirte, a encerrarte. Y los dioses te recibirán. Y llevaré las noticias a la ciudad, pero eso será luego. Primero tú, luego Esparta. Me da igual sufrir el castigo por mi atrevimiento. Primero tú. Esparta la ciudad sin murallas no se resentirá por mi afrenta. Da igual que sepan que nos acechan un momento antes o uno después.
Ya está. He terminado. Me tiemblan las manos. El corazón se me acelera cuando cojo tu cuerpo roto. No veo tu cara. Trato de limpiarla, pero no consigo verla. Voy a recordarte como siempre. Perfecta. Te dejo en tu lecho. Y siento una punzada que me hace caer al suelo. Fuimos entrenadas en la lucha, como los hombres. Pero nadie nos preparó para esto. No así. Nos prepararon para parir hijos perfectos. Para rechazar a los que no lo eran. Oír el lamento de la criatura imperfecta cayendo al abismo del Taigeto. No hay mayor fuerza en un hombre. Un hombre no se altera en ese lamento que se queda en tu memoria y congela todo tu cuerpo. Que ha albergado y parido a esa criatura que arrojan desde las alturas del Taigeto. Maldito monte. Maldito por siempre.
Y cuando has parido tus hijos se los das a Esparta. Y son espartanos. Y luego se pierden. Se hacen guerreros por la causa de Esparta. Y luchan. Y vencen o mueren. Pero eso ya no te causa la punzada en el corazón que te arranca el alarido de la criatura arrojada al vacío. O la que me causa tu cuerpo, en tu lecho. El cuerpo que ahora voy a cubrir de tierra. Para protegerlo. Primero tú, siempre.
Nos dejan entrenar nuestros cuerpos perfectos en la lucha. Como hombres. Pero no nos dejan luchar. Nadie nos preparó para esto. Nosotras éramos dos. Ellos cinco. No me importa de dónde eran. Contaré detalle por detalle todo lo que oí y todo lo que ví. Pero no la punzada que me hace caer de rodillas al enterrar tu cuerpo. Y luchamos, como espartanas. No en vano nos temen en toda Grecia. Y luchamos como animales. Ellos eran cinco, nosotras dos. Acabé con el último retorciendo su cuello. Y oí tu lamento. Ya era tarde. Tu vida se escapaba. Primero fuiste de un hombre, siempre de Esparta y ahora perteneces a los dioses. Y te vas sin saber que yo siempre fui tuya.
Autora: Laura López

lunes, 8 de marzo de 2010

"La Semilla" Primer texto tributo para el Día Internacional de la Mujer

Con motivo del Día Internacional de la Mujer (8 de marzo) la Asociación pone en marcha en colaboración con radio Albolote, un proyecto-homenaje dedicado a todas las mujeres.
El primer texto se titula "La Semilla" y se ha encargado de ponerle voz Laura López.

"La Semilla"

Tomo tu mano entre las mías.Lo que queda de ella, claro. El sol abrasador alumbra las tres falanges que sostengo entre mis manos. Te hemos sacado de la sepultura en la que descansabas en decúbito supino, mirando al cielo, protegida de este sol, pero con la intención de ser alumbrada por las estrellas.
Está claro que debiste ser una mujer increíble. Alta para la media. Calculo que la muerte te sorprendió antes de cumplir los 20 años. El cuerpo del recién nacido que descansa junto a ti indica que probablemente su parto te costó la vida y él no pudo sobrevivir.
Tus manos me tienen cautivada. Te imagino caminando por este valle, con la espalda erguida pavoneándote ante el resto de los animales que te rodean, incapaces de andar sobre sus piernas. Tus antepasados han salvado con éxito el duro trance de ser los animales más débiles del entorno. Atados sobre todo por el lastre que supone cuidar de crías que necesitan tanto tiempo para madurar.
Te imagino observando con temeridad el regreso de los hombres que han salido de caza. Ya debéis ser un grupo numeroso y empezáis a adoptar hábitos sedentarios. Las mujeres y algunos hombres ancianos esperáis el regreso de los hombres con el sustento que os permita resistir otro invierno. Conocéis el calor del fuego y poseéis habilidad para levantar pequeños habitáculos que os protejan de las inclemencias del tiempo. ¿Sois conscientes de los prodigios de estos progresos?.
Casi puedo verte totalmente maravillada por tu descubrimiento: has observado cautelosa cómo crece esa planta cuya semilla fue sepultada por casualidad. En este valle bañado por un rio que debió ser caudaloso, la semilla creció sin dificultad bajo el minucioso escrutinio de tus ojos. Y entonces te decidiste. Plantaste esta semilla y junto a ella tu intención. Y cosechaste un fruto que supondría una gran revolución para las generaciones venideras.
Tu primera cosecha obró un milagro sin precedentes. Os convertisteis en grupos sedentarios, alimentados por las riquezas de este río y de este valle fértil, grupos cada vez más numerosos, que producían alimento suficiente como para ser almacenado. De los primitivos poblados nacieron las ciudades y sus murallas, para proteger las riquezas cosechadas. Las redes rudimentarias del intercambio pronto se convertirían en complejas tramas de comercio y fue necesario un poder que se impuso gracias al nacimiento de los ejércitos capaces de salvaguardar tanta producción. Poder amparado en las creencias de unos dioses que generalmente eran el reflejo de los hombres y mujeres que poblaron estas tierras.
Sostengo tus falanges en mi mano y me parecen inmaculadas a pesar del paso del tiempo. Quizás sea porque tengo la seguridad de que tu intención al enterrar la semilla de nuestro presente fue pura.
Y mi mente dibuja una pregunta que yo te formulo venciendo los inconvenientes de los siglos: ¿si supieras lo que yo sé plantarías esa semilla?

Autora: Laura López